
Nada, Carmen Laforet
No hace falta decir más
No creo que haya ninguna duda que para que una novela —o cualquier otra obra de arte— pueda proponerse la eternidad se necesario que refleje tan bien como sea posible su tiempo y, a la vez, cualquier otro tiempo. O, lo que se lo mismo, que el tiempo que se refleja en ella, sea, en primer lugar, una imagen limpia y clara de la época en la que transcurre la obra poro que, en segundo lugar, se pueda extrapolar a cualquier otra época. Que baste con cambiar alguna que otra referencia histórica para trasladarse a cualquier otra época.
De la misma manera, hace falta que sea, a la vez, local y universal. Que el lugar dónde se inscribe, dónde transcurre su argumento se pueda identificar con un lugar en concreto —incluso cuando sea el autor quien se lo haya inventado— que podamos conocer y (sobre todo) reconocer. Poro, al mismo tiempo, sin dejar de ser en ningún momento ni por ninguna razón este lugar (en) concreto, individual, inmediatamente identificable, pueda ser —o, más exactamente, representar— cualquier otro lugar.
Que sea particular y, a la vez, universal. Que sea particularmente universal. O, si preferimos decirlo al reves, universalmente particular. Que sea universal precisamente por su particularidad, por su (irrenunciable) localismo.
Nada, de Carmen Laforet, Ediciones Destino, Barcelona, 1945, es, todavía sin menor duda, una de estas grandes grandes novelas que comentaba al principio. De estas que se han convertido, por méritos propios, en un clásico. En un clásico que, si no se produce ningún descalabro colosal, nuestros nietos y bisnietos seguirán leyendo y releyendo cuando haga muchos años que nosotros ya no estemos.
Una novela que, como (casi) todas las obras literarias que perduran, se interroga y nos interroga sobre la condición humana, sobre lo que somos o, más exactamente, sobre lo que no podemos dejar de ser. Sobre los impenetrables abismos del ser: “¿Quién puede entender los mil hilos que unen las almas de los hombres y el alcance de sus palabras?”, (p. 208).
Por cuya razón la dualidad, la constante lucha entre contrarios heraclitana es omnipresente. Si alguna cosa nos define, como a humanos, es nuestra contradictoriedad, nuestra dualidad: “Me repelía instintivamente y a la vez atraía a mi deseo de comodidad”, (p. 83, el subrayado es mío); “La madre le dirigió una sonrisa que me pareció soñadora y sonriente al mismo tiempo” (p. 122, el subrayado es mío); “Me conmovías y me hacías morir de risa al mismo tiempo”, (p. 163, el subrayado es mío).
Una novela madura, madurísima, escrita por una escritora joven, jovencísima. Una novela llena de vida — y de vitalidad— en un mundo sine vida, dónde la vida es lo que menos importa, dónde la vida parece un luxe (más que) prescindible.
Protagonizada por Andrea, una protagonista que, en realidad, es, por encima de todo, una espectadora. Una espectadora implicada, relacionada íntimamente, familiarmente, amicalmente, con todo lo que pasa, pero que siempre se mantiene (más o menos) al margen. Una espectadora que llega a Barcelona un buen día, sin que sepamos —ni, de hecho, nos haga falta (para nada), saber— muy bien de dónde y que, al cabo de un año, dejará la ciudad para marchar a Madrid.
Así, en el primer, esencial, parágrafo, nos dice: “Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie”, (p. 11). Y, en el último, tan esencial como el primer o más todavía: “El aire de la mañana estimulaba. El suelo aparecía mojado con el rocío de la noche. Antes de entrar en el auto alcé los ojos hacia la casa donde había vivido un año. Los primeros rayos del sol chocaban contra sus ventanas. Unos momentos después, la calle de Aribau y Barcelona entera quedaban detrás de mí”, (p. 295).
Llega, pues, a la ciudad a medianoche, cuando ya no la esperaba nadie, y se marcha un año después, por la mañana, dejándolo todo detrás. Y dejándonos con la sensación que, de la misma manera que nadie no la esperaba en entrar en escena, cuando la abandona, nada ni nadie la echará tampoco a faltar. Que todo este largo y tan importante período de su vida, ha acabado no siendo nada para ella. Que ha vivido, en este período, ¡y mucho, ha vivido!, como si no lo hubiera vivido. Como una espectadora que, una vez acabada la función, abandona el teatro y vuelve a su casa. Una casa, la de la calle Aribau, dónde ha vivido todo aquel año, pero que nunca no ha sido la suya —i, aún menos, ha sentido como suya.
Una espectadora, o una ave de paso, que vive, pero que, por encima de todo, narra. Que vive, o más bien, ve, para poder narrar. Para poder narrar y, narrándolo, probar de entenderlo. De entenderlo, de entenderse y, si esto es humanamente posible, entender el mundo que la rodea. Este mundo que, como más conoce, más y más la desconcierta, más y más la decepciona.
Una espectadora que descubrirá, sintiendo —más bien, viviéndolo— en su propia piel que, por más que cuando seamos muy jóvenes nos lo podamos creer, para decirlo en palabras de John Donne, “No man —no woman, en este caso— is an island, entire of itself; every man is a piece of the continent, a part of the main”. Que ninguna persona vive aislada del resto del mundo, sino que es una parte de él.
Una parte que, por más que pretenda desentenderse de los otros, que por más que prefiera no implicarse, que decida situarse (tan) al margen (como le sea posible) —“el único deseo de mi vida ha sido que me dejen en paz hacer y capricho”, (p. 108)—, comprobará que no puede actuar como si no estuviera allí, que todo está relacionado, que, un vez en un lugar, el más pequeño o insignificante de los actos provoca consecuencias.
En este sentido, la escena del “pañuelo de magnífico encaje antiguo que mi abuela me había mandado el día de mi primera comunión”, (p. 70) es tan ejemplar como significativa. En su inocencia, cree que “poder hacer a Ena un regalo tan delicadamente bello me compensaba de toda la mezquindad de la vida”, (Íd.), pero no tardará en darse cuenta que lo que consigue es provocar otro conflicto y una nova explosión de extrema violencia en la casa: “Juan intentaba golpear con una silla la cabeza de Angustias y ella había cogido otra como escudo y daba saltos para defenderse”, (p. 70).
Una nueva explosión que le llevará a aprender una de sus primeras grandes lecciones: “Pensé que cualquier alegría de mi vida tenía que compensarla algo desagradable. Que quizás esto era una ley fatal”, (p. 75). Un “quizás” que, como iremos viendo a medida que vayamos avanzando en la lectura de la obra, se convertirá en un “seguro” o, al menos, en un “casi seguro”. Cada vez que le parezca haberse aproximado, aunque sea sólo un poco, no ya a la felicidad, sino a una (cierta) alegría, la caída, el choque contra la realidad, será más dura.
Porqué, como cualquier otra novela que nos narre el paso de la infancia a la madurez, en acabar la obra Andrea no sólo habrá dejado detrás suyo —“detrás de mí”— Barcelona, sino, además y sobre todo, (la mayor parte de) sus sueños y ilusiones. Porqué, por más que, como he apuntado más arriba, el año que ha pasado en la ciudad condal haya acabado siendo nada para ella, este nada hace falta entenderlo como que no ha sacado de él nada de provecho, nada positivo.
Porqué, lo que es seguro, segurísimo, es que la Andrea que entra en escena en la primera página y la que la abandona en la final, se parecen muy poco. Tan poco como el abismo infranqueable que separa la infancia de la madurez, la ingenuidad de la mezquindad, la inexperiencia de la experiencia, el desconocimiento del conocimiento.
Es, seguramente, por esta razón que, como narradora, nos habla del pasado; de su pasado. Que, para narrar, utiliza el pretérito perfecto: “llegué a Barcelona”, “no me esperaba nadie”, “viajaba sola”, “no estaba asustada”;…
De un tiempo que ya no es el tiempo actual; que ya no es su tiempo actual. Un tiempo que, como deja patente la frase final, ha dejado detrás. Y ha dejado detrás de manera definitiva. Como aquel tiempo, y aquel lugar, que ya no ha de volver a pisar. Como aquel lugar dónde le sería imposible volver.
Porqué Barcelona y la casa de la calle Aribau —que son, al menos, tan (y, a lo mejor, hasta un poco más) protagonistas de la novela como la resta de los personajes— no son, en realidad tanto un lugar, sino un tiempo. Un tiempo y, encara más, una atmosfera. Una atmosfera, más social que no urbana, que Laforet retrata magistralmente. Con algunas frases memorables, que paladeamos, delicadamente, al leerlas.
Lo vemos, ya, desde la primera página:
El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis ensueños por desconocida.
[…] Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la primera sensación confusa de la ciudad: una masa de casas dormidas; de establecimientos cerrados; de farolas como centinelas borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía con el cuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda, enfrente de las callejuelas misteriosas que conducen al Borne, sobre mi corazón excitado, estaba el mar”, (p. 12).
Una realidad de la que la autora es tan y tan consciente que no duda en hacerla explícita a través de uno de los personajes, de la madre de Ena: “¿No le ha sucedido alguna vez atribuir su estado de ánimo al mundo que le rodea?”, (p. 229).
Frases que, a menudo, nos dicen más —mucho más— que no las prolijas de parágrafos, y incluso de pagines, que otros escritores se obstinan en ir acumulando y acumulando. Tal como si, en literatura, decir mucho supusiese, siempre y automáticamente, decir más. Cuando, en realidad, en la mayoría de las ocasiones, la mejor manera —o, al menos, una de las mejores maneras— de decir mucho es —suele ser— decir (muy) poco.
Decir tan poco como sea posible, para que los lectores y lectoras lean —y, en leerlo, lo entiendan, puedan extraer de lo que leen el mayor provecho—, precisamente en (y gracias a lo) no dicho, lo que más cuenta, lo que más los enriquecerá. Lo que, sin haberlo dicho el autor o autora, les diga, a ellos y sólo a ellos, lo que les tenía que decir.
Es por esta razón que, aunque una obra de esta magnitud permitiría —y merecería— un análisis literario mucho más amplio y profundo, opto por dejarlo aquí. Sin, pero, renunciar en absoluto, en reanudarlo, en un futuro[1]. Aunque sólo sea para poder volver a leer, una vez más, Nada.
divendres, 22 de gener del mmxxi
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[1] Si queréis que lo haga, no dudéis en indicármelo en un comentario. Estaré (más que) contento de llevarlo a cabo.
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